con esta entrada mario ornat inauguró su nuevo blog, llamado "mamá, quiero ser pilier", heredando el espacio de as.com dedicado al rugby. creo que ha empezado con fuerza y una lírica apropiada para estos tiempos. en este subforo se verán varias entradas provenientes de este blog (como anteriormente se hizo con el de fermín de la calle), siempre debidamente citado.
buena suerte para mario.
Por Mario Ornat
La vida a palos
El rugby es como la mafia, pero sin asesinatos. Está basado en la lealtad, el honor, la conciencia grupal, los parentescos por razón de sangre y los ajustes de cuentas en esquinas poco iluminadas o aprovechando la confusión de la autoridad frente a escenas equívocas de violencia soterrada. El equipo viene a ser una famiglia. Sobre todo en la delantera, aunque se han documentado casos de hermandad morganática con la gente de la línea. Esa gente... a la que le gusta tanto correr. Ellos siempre han tenido el empuje como una posibilidad menor de belleza, un pasaje de transición del juego: "En 1823 Webb Ellis cogió el balón con la mano y echó a correr: y desde entonces, los delanteros siguen tratando de entender para qué...". Esas cosas, y otras, se han dicho y son frases célebres. Pero desde que el rugby moderno ha entremezclado los papeles, algunos trescuartos han descubierto la autoestima que proporciona entrar con la cabeza por delante en una montonera rodante, y se arrojan alegremente en los rucks, y luego confiesan que han disfrutado como niños volando cometas... A un delantero -esto es, a un soldado del ejército gordo- será raro que le ocurra algo así. Primero, será raro verlo ensayar a la carrera, aunque se dan casos. En la delantera hay mucho poeta refugiado, de los que ensayan fintas contra el espejo y se compran tees para entrenar el pateo y poder optar a convertir transformaciones y golpes de castigo: cuando uno de esos muchachos se lanza campo abajo con el balón, se convierte en un blanco fácil. Ahora, mejor pararlo antes de que agarre velocidad: yo he visto delanteros de 130 kilos poseidos por la diabólica inercia de la carrera, y componen una imagen aterradora. Son como esos trailers que se precipitan cuesta abajo en los puertos, dan ganas de ponerles un pasillo de frenada a los lados, para que no aplasten a nadie. Pero si pueden, lo harán. Cualquiera ha tenido por compañero a uno de esos primeras líneas capaces de corregir una trayectoria de carrera ganadora para poder encontrarse con un rival al que chocarle bien duro; los hay que no buscan los intervalos entre los hombres sino a los hombres entre los intervalos. Es un comportamiento atávico del delantero de cuna. Si le das a elegir entre ensayar esquivando rivales o hacerlo por aplastamiento en una de esas jugosas melés a cinco metros, no tendrá ninguna duda: elegirá cobrarse unos cuantos buenos kilos de carne ajena antes de posar el balón y que la marca suba a los letreros. Sabe de sobras que no hay placer comparable a pasarle literal y notoriamente por encima a los delanteros rivales. Si no es así, hay que mirarlo raro: podría ser un tipo ganado por el miedo; peor aún, podría ser un centro emboscado...
El profesionalismo ha cambiado el rugby que vemos, pero no tanto el que jugamos, el de los sábados entre amigos, familiares y aficionados conspicuos. Esas exhibiciones proteicas de velocidad sideral en el movimiento de la pelota que se ven por la televisión, las hipertrofias musculares de los protagonistas y hasta a veces unos insidiosos rotulitos televisivos en los que se contabiliza el tiempo gastado (quieren decir perdido) en las melés... todo eso, digo, compone un gran espectáculo: admirable, divertido, subyugante en su atlética fiereza. Pero inevitablemente repleto de nostalgias por los viejos días. Es una trampa del recuerdo, una obligación. Y ocurre porque, en el fondo, pese las alharacas comerciales del deporte global, un equipo de rugby no ha dejado de ser en esencia lo mismo de siempre: una especie de familia disfuncional, con algunos tipos fronterizos, otros artistas, varios gordos, algunos demoledoramente fuertes y, sobre todo, ninguna estrella que pueda ganar un partido o siquiera sobrevivir en ese rectángulo animal sin sus 14 compañeros. Todos dispuestos a la sangre si fuera necesario. Todos sometidos a ciertos instintos plebeyos. Y todos preparados para la diversión tanto como para el juego. Pocos lugares en el mundo pueden ser tan divertidos como el vestuario de un equipo de rugby, donde no es necesaria la corrección política porque campea el verdadero respeto, la consideración esencial del compañero como hermano. Naturalmente, a veces la olla sobrepasa el punto de ebullición del profesionalismo y la verdad queda derramada sobre el piso. De ahí que, en medio de una excursión por la bahía durante el último Mundial, de regreso al puerto, alguien como Manu Tuilagi –el centro de la selección de Inglaterra- llegue a arrojarse al agua desde la cubierta del barco para llegar a nado al muelle y así ganar la apuesta que se había hecho con sus compañeros; o que el galés Andy Powell decida -él o su subconsciente ebrio- regresar al hotel de concentración, ya de amanecida, montado en un carrito de golf por el arcén de la carretera... Entonces es cuando el rugby global, que paga, grita su versión de la célebre queja del capitán Renault en el Café Rick de Casablanca: "¡Intolerable... acabo de descubrir que en el rugby se bebe!".
Por eso, porque lo fundamental no varía a pesar de las botas de colores y las camisetas entalladas, y porque en la melé aún huele a hombre, no hay nada como jugar al rugby. Jugar al rugby supone ingresar en un estadio superior de la conciencia, someter el cuerpo y la mente a una despreocupada supresión de fronteras íntimas. El miedo y la posibilidad del dolor: ahí enfrente hay quince tipos que no sólo te quieren ganar; si puede ser, por el camino prefieren pegarte. Así que el problema, a menudo, suelen ser las madres. Cómo explicarle a una madre las bondades de una vida en la melé y sus alrededores. Cómo decirle que amamos esta vida a palos, este lugar único en el mundo, esta forma de vida algo atroz, sí, pero feliz al modo inconfundible de las cosas verdadera e inequívocamente felices. Cómo subrayarle la dicha de un placaje. Una felicidad arrebatada de cejas abiertas, narices vueltas de lado, hombros hechos papilla, clavículas fracturadas, espaldas cruzadas por huellas de tacos como latigazos… Cómo decirle a esa madre que uno quiere formar parte de todo eso. En fin, que no quiere otra cosa, sólo eso: el rugby. El olor de la hierba, el balón en el barro, el agudo topeteo de los tacos en el pasillo de salida de los vestuarios, la pelota al aire y salir a buscarla y a buscarlos a ellos... los otros. Y aparecer ante el mundo con el aspecto tabernario de los pilares italianos, sus barbas tupidas, amenazantes como de bárbaros antiguos; parecerse al oso Adam Jones, falsamente inmóvil; cortarse las mangas como David Sole, por encima del bíceps, para que el pilar contrario no se agarre de ahí y de paso se vea el gimnasio; tener cara de carnicero sádico como Jeff Probyn, ser en el campo igual de intimidatorio y de inteligente que Keith Wood, placar como Gethin Jenkins; cruzar el campo con ese aspecto de camión desaforado de Bismarck du Plessis; masticar piedras como, pensamos, haría Pascal Ondarts; el perfil adusto de Servat; parecer engañosamente adorable como Roncero. Que la gente tenga miedo de preguntarte la hora, como a Brian Moore o a Sean Fitzpatrick. Plantarte ante esa madre amorosa y decirle: "Mamá, yo quiero ser pilier… Quiero jugar al rugby y ser primera línea”.
Entre 1964 y 1971, mi madre dio a luz a una primera línea completa. Si los tres hermanos no llegamos a jugar al rugby juntos fue sólo porque en el último parto alumbró a una niña, que con el tiempo se convirtió en mi hermana. Aunque nos costó años de fútbol y otras cosas darnos cuenta, la naturaleza fue generosa con nosotros y nos dotó para el juego desde la cuna: al nacer, mi hermano dio en la balanza 4,200 kilogramos; yo, dos años más tarde, subí la marca hasta 4,600; en progresiva evolución, mi hermana saludó al mundo marcando 5,300 en la báscula. Instante que el doctor aprovechó para darle un consejo a mi madre: “No tenga usted más hijos, por si acaso”. Y mi madre obedeció. Mi padre también. Llegamos al campo de rugby, como tanta gente, atraídos por la mística del viejo Cinco Naciones. Nos gustaba la tradición, admirábamos el respeto, las liturgias y la ocasional brutalidad. Pronto entendimos que los partidos de rugby, como la vida, están llenos de oscuros recovecos. Cualquiera que haya jugado puede decir aquella frase del replicante de Blade Runner: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais”. Yo llevaba el 1 y mi hermano el 3. Los dos éramos pilares. Yo, inevitable: los únicos seres humanos en el mundo que no te afean el exceso de kilos son tu perro y los chicos del rugby. Si acaso, se preocupan cuando extravías peso: "Si sigues así vas a acabar jugando en la línea...", te dicen, no sin cierta repulsión. Mi hermano lo hizo al contrario. Cumplió ante nuestros ojos un arquetipo que algunos años después haría célebre Jonah Lomu: el ala que parecía un primera línea. Antes de Lomu yo me acuerdo de Vaiaga Tuigamala. Mi brother empezó con el 11 porque de chico corría los 60 lisos y siempre tuvo fibra rápida. Unos cuantos gin-tonics más tarde, la musculatura se le hizo perezosa, así que hubo que cambiarle la camiseta y darle otra con el número 3. Había ganado presencia, pero persistía en su organismo el efecto bola de cañón: cuando rompía no lo seguíamos nadie, de forma que a menudo acababa apaleado y sin la pelota. No sin antes pelear, ojo.
Él empezó a dejarlo el día que un talonador contrario le dio un cabezazo en el pecho, tipo Zidane pero fortuito, sin tanto sentido de la escenografía. Esa tarde ofreció su último recital en el tercer tiempo. En el bar ya notaba una molestia persistente en el tórax cuando levantaba las espumosas jarras. Resuelto a no dejarse engañar por un golpe de nada, se anestesió con una buena serie de alzamientos hasta que el dolor se rindió al empuje ganador del alcohol. El tercer tiempo se fue inflamando de juerga y ese hombre, como pilar que era, supo que debía tomar el mando y terminó por interpretar el que siempre fue su número más aplaudido: caminar sobre las manos con las piernas en alto, haciendo el pino, y dar volteretas laterales como esos locos del Circo del Sol, ante el jolgorio de la concurrencia. Al día siguiente lamentó haber llevado tan lejos sus habilidades acrobáticas: en el topetazo le habían roto un par de costillas.
Así que me quedé solo... Me adoptó mi nueva familia, la del vestuario, y seguí. Confiado en que el rugby mantiene los cuerpos jóvenes, a punto para el amor o para la guerra (que son dos signos indudables de la juventud), yo seguí. Aún sigo. Nunca fui nada importante ni lo seré, salvo para mis amigos y compañeros de equipo, supongo. Basta con eso. No cambiaría un partido de los que ponen en la televisión por uno solo de los menesterosos encuentros, tan imperfectos, que yo haya jugado o aún tenga que jugar. El rugby constituye una experiencia profunda, una felicidad y una diversión que yo no encontré en ningún otro juego, una ética deportiva y de vida, una escuela de amistad inquebrantable, un modo de estar, de vivir, una sublimación de valores en medio de un entorno agresivo, de afirmación física. Si en algún momento pude dejarlo fue antes de llegar. Nunca después. En realidad, sigo a la espera de que el rugby me retire de un mal golpe, como viene anunciándome mi madre desde hace más de una década; o me envíe una señal definitiva, irrefutable, de que mi hora ha llegado. Mientras tanto, sustrayendo cada día mayor terreno a la realidad en favor de la utopía, sigo entrenando y jugando, pasada ya de largo mi hora. Con los amigos de siempre, o con otros mucho más jóvenes. En un equipo modesto, pero no un equipo cualquiera, porque es el mío. Y de rato en rato lo pienso, miro desde afuera para regodearme en cuánto me gusta todavía... y lo cuento. Como hacemos todos los que hemos estado en una melé, en un ruck, en un agrupamiento, en esa carrera o aquel ensayo. Todos esos que, orgullosamente, podemos proclamar: “Sí, yo estuve ahí… Yo he jugado al rugby”.
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