09 enero 2013
Por Mario Ornat
El silencio del vestuario...
Yo soy el 1. Me gusta decirlo así. Soy el 1. Me gusta ser el 1 y no cualquier otro número. A veces he sido el 2 y en ocasiones el 3. De hecho en los últimos años he cruzado la primera línea de lado a lado: pasé por talonador algunas temporadas y, ahora que desde abajo aparecen chicos que sí encuentran al saltador en las melés, no como yo que la tiro a cualquier lado, me han desplazado al pilar diestro. El número 3. Durante años no podía jugar ahí: no me encontraba el cuerpo, no podía entrar bien en la melé, como si me hubiera puesto una camisa del revés, con los botones a la espalda; o los zapatos cambiados de pie. Esa incomodidad. Ahora me siento confortable en el puesto y disfruto retorciendo pilares izquierdos, como tantas veces me ocurrió a mí al otro lado. Juego de 3, pero siempre quiero ser el 1. Soy un fundamentalista del 1. Si en el acta me apuntan con el 3, pido que me lo cambien; si me quieren dar la camiseta con el 3, pido el 1. Me parece que el número tiene una prestancia inigualable. Tal vez sólo subjetiva, desde luego; porque es el mío. Yo soy pilier gauche, en francés. O como dicen los ingleses, loose-head prop: pilar con la cabeza libre. Lo fui desde el primer día. El 1. Siempre.
El primer partido que jugué en la vida lo perdí. Creo que perdí varios seguidos. El día que gané me ahogó la emoción. El día que metí mi primer ensayo, me creció un nudo insoportable en la garganta. Y lo mismo cuando, muchos años después, posé dos, ya siendo veterano. El día que me nombraron Mejor Jugador de la Temporada en mi club, supe que el rugby me salvaría siempre y cada vez que fuera necesario. Pero ese primer día perdimos. Y luego hubo un tercer tiempo delirante; y más tarde una cena de equipo. Y la gente que llevaba tiempo nos decía que la primera línea había estado sensacional. Yo ni sabía cómo jugaba una primera línea. Chocaba y empujaba. Me enfrenté con un tipo con el que me iba a enfrentar decenas de veces en las siguientes décadas. No sé si toqué el balón una sola vez. A veces en las touches no sabía bien qué había que hacer o dónde debía ir; otras, me hundían en la melé y gente que no había jugado nunca ahí me daba instrucciones sobre realidades que ellos mismos desconocían; en ocasiones me faltaba el aire y creía que no iba a levantarme nunca. ¿Un entrenador? Pasé años sin un entrenador. Fuimos autodidactas. Pateábamos a palos porque nos quedaba en el golpeo del balón un residuo de los años de fútbol. Jugando al rugby aprendimos a jugar al rugby, pero no sólo eso. Había muchas cosas que aprender acerca de todo lo importante, y el rugby enseña (casi) todo lo necesario para que uno pueda sostenerse de pie en el medio del mundo. Así de generoso resultaba este juego. Al final de aquella primera noche creí entrever que en ningún otro lugar del mundo estaría mejor que en la primera línea de mi equipo de rugby.
Cuando comencé a jugar, solía mirar a los rivales durante los minutos previos al partido, mientras llegaban al vestuario. Calculaba su tamaño y el peso, la potencia que desarrollarían en un choque, la posibilidad de hacerme daño contra alguno de ellos, mi capacidad de enfrentarlos y detenerlos. También había jugadores engañosamente pequeños, sí, construidos de nervios, diseñados para rebotar y escapar, para abrazarte las piernas, para morderte abajo como perros. Pero a mí me tocaban los pesados, los de las espaldas anchas, la barriga orgullosa, los altos, los grandes, los fuertes, los que componían muecas desagradables, los de las orejas sujetas con cinta aislante, los del cuello rugoso. Los delanteros. Yo era uno de ellos, y aún lo soy, pero estaba al otro lado. Los miraba y sentía temor. Dudaba que yo inspirase esa impresión en ellos. El tiempo ha borrado del todo ese miedo, que se desvanecía en la protección amiga del vestuario, y en las risotadas que precedían al partido. El vestuario es un lugar cálido, aunque sea angosto, la ducha haya derivado a un oscuro vertedero de cascotes y de los caños no salga agua caliente. O que no salga agua, siquiera. Así era el primer vestuario en el que, apenas, me senté. Pese a todo, pronto uno sabe que un vestuario de rugby es un lugar en el que uno podría fácilmente pasar el resto de su vida, en un cómodo bucle espaciotemporal que comprendiese aproximadamente esa hora escasa en la que los chicos van entrando poco a poco y ocupando su lugar. Todo eso querríamos vivirlo una y otra vez, sin solución de continuidad. Una y otra vez. Que acabase y volviera a empezar.
Y lo querríamos así porque sabemos que en el rugby hay dos momentos y dos lugares incomparables que uno jamás desearía que se terminaran. El primero es ese rato en que cada uno se quita la ropa de su vida artificial, la que hay afuera, las historias que lo persiguen, las obsesiones, los temores, y se va poniendo la armadura que compone la indumentaria de nuestra existencia real: una camiseta, con un número. Unos colores. Un escudo. No nos importaría quedar atrapados en un día de la marmota oval en el que se reiteraran todas esas etapas en las que la juerga bromista de la llegada al vestuario, antes de un partido, va derivando en un progresivo ensimismamiento del hombre que deja de ser hombre, con sus ganas de chiste y de risa, y empieza a ser jugador, a interiorizar lo que viene, a pensar en lo que le toca, a jugar el partido la primera de las dos veces que le va a tocar jugarlo. Una dentro de su cerebro; la otra fuera, en interacción con todos sus semejantes, próximos y enemigos. Ese rato que espesa el ambiente antes de la acción…Y decimos acción porque, si dijéramos jugar el partido, estaríamos perdiendo un sinfín de matices; y cualquiera que haya estado ahí sabe que, sí, jugamos al rugby… ese es el verbo que se utiliza. Pero decir jugar no es decirlo todo.
La diferencia se entiende en cuanto uno comprueba el espeso silencio en que se viste un equipo. Ese silencio del vestuario lo cuenta todo, aunque parezca vagamente contradictorio. El silencio que gana las paredes, las perchas, la ducha silenciosa, la mente y los cuerpos. El silencio que permite la escenificación de una cuidadosa liturgia de vendas, linimento, crema calentadora, masajes, cinta para sujetar las torsiones articulares, esparadrapo, fundas en los dientes, vaselina en el rostro, balones golpeados contra los hombros, cuellos en violentas rotaciones, expresiones obtusas, tensión en las voces, abrazos interminables, pelotas que revolotean nerviosas en espacios mínimos, ansiando el tacto de la guerra, y miradas contra el espejo de tipos apartados del grupo, que hacen girar su cuello mientras descifran letanías de embrutecimiento, de autoafirmación física, de locura competitiva, de sangre contenida que hierve. Podrán inventar cascos de espuma para la cabeza, protectores bucales, corpiños mullidos que amplían la envergadura de los hombros… Todos los aditamentos que quieran. Pero todos sabemos que sólo hay una coraza verdadera que te aprisiona el esqueleto, que lo hace duro, intocable, resistente, poderoso. Que te protege de verdad: es tu camiseta y el deseo inconmensurable que cabe dentro de ella. Y sabes que estás preparado cuando, por fin, la camiseta baja sobre el cuerpo. Una vez que la camiseta está sobre el cuerpo, ya no hay nada más. Nada que pensar, nada que decir, nada que temer. Sólo ir reuniéndote alrededor de unas palabras, que a lo mejor dices tú si tienes el honor de estar en el centro y dirigirte a tus amigos para que te escuchen, si tienes algo que decir que sea sustancial, que pueda comunicarles la fiereza, la disposición, el compromiso, la importancia, la hermandad. Que pueda dirigir sus cerebros a dos o tres conceptos únicos: el equipo, la lucha, el partido. Todos esos momentos que concluyen cuando los suplentes y los chicos del equipo inferior hacen un pasillo a la puerta del vestuario y emerge en fila el ejército sentimental que es un equipo de rugby. Entonces, cede el silencio. Entonces, mientras tus tacos repican en la baldosa de camino al campo, entonces es cuando deseas ser piedra.
El segundo instante es algo posterior y mucho más efímero. Dura apenas unos segundos y lo contiene el momento, ya fuera, sobre el campo, en que el árbitro ha comprobado que todo está en orden, han asentido los dos capitanes y la pelota va a ponerse en juego. Alguien la está sujetando levemente, con la yema de los dedos, entre sus manos. Alrededor hay un silencio como un responso. Porque ya está todo dicho; o porque nadie quiere extraviar energías; porque el silencio es aún más imponente que cualquier palabra. Tal vez alguien cuelga un grito de ánimo en el aire, desde fuera o desde dentro, pero tú ya no oyes nada. Sólo miras con nerviosa anticipación a ese tipo que tiene el cuerpo un poco encorvado, la espalda algo echada adelante, las botas nerviosas y la pelota entre los dedos. El que va a dejar caer la pelota dentro de un segundo, levemente, como si la hiciera descender por un invisible hilo vertical, para luego encontrarla abajo en un botepronto y enviarla en un planeo elíptico, como una bomba fatal, para que caiga al otro lado de la muralla. Miras porque sabes que hay que ir a buscarla. Ahí hay que ir. Por cojones y con ellos. Tú y los otros. Todos. Hay que ir igual que uno va a al frente, con la inconsciencia de fatalidad que nos trasciende, queriendo esa obligación aunque nos pueda acarrear dolor. Amándola. Porque uno sabe muy bien, perfectamente bien, lo que va a encontrar allá enfrente: un muro de cuerpos que aguarda la colisión frente a otro muro de cuerpos. En ese instante, uno no piensa, pero el cuerpo libera en su insondable fisiología una oración para que los pulmones se abran y no se interpongan en lo que ha de ocurrir durante los siguientes 80 minutos; para que no te detenga un solo dolor ni un solo golpe; para derribar obstáculos, hacer retroceder hombres y avanzar en vanguardia. Para ser piedra, otra vez, todas las veces que sea necesario. Y se activa todo lo que tiene que ver con la pelota, el espacio, el contrario, la demolición, el ensayo. Es curioso porque, después de ese primer choque contra la pared, tan poco racional en términos intelectuales, hay que ponerse a pensar y ya no dejar de hacerlo. Pensar y sufrir, empujar y pensar, defender y pensar, pasar y pensar, correr hasta allá y pensar, volver a este lado y pensar, levantar y pensar, placar y pensar, contar y pensar, mirar y pensar, calcular y pensar, trabajar y pensar, ir abajo y pensar, chocar y pensar, levantarse y pensar, parar arriba y pensar, golpear y pensar, atacar y pensar, apretar y pensar. Empujar y empujar, pensar y empujar. Sentir y pensar. Todo viene ahí, a partir de ahí. En ese silencio de tonelada en el que se oye el viento, revientan las voces cuando el pelotazo se levanta en el aire. Ahí donde caiga... ahí comienza la historia.
http://blogs.as.com/mam_quiero_ser_pilier/2013/01/ser-piedra.html