La pasión más desordenada de Miguel Delibes
A Miguel Delibes siempre le apasionó más el espectáculo de antaño que el juego profesionalizado actual
El 12 de marzo de 2010, la megafonía del José Zorrilla anunció: «Antes de comenzar el partido se guardará un minuto de silencio en memoria del maestro Miguel Delibes». Cuando la voz metálica acabó el anuncio, los futbolistas se colocaron a ambos lados del círculo central. El Valladolid lucía su habitual vestimenta a rayas blancas y violetas, y el Madrid, aquella tarde, había saltado al campo de negro como rindiendo homenaje, de riguroso luto, al maestro. No hubo necesidad de que Mejuto González pitase para que los aficionados guardasen silencio. Enmudecieron las miles de almas que abarrotaban los graderíos y el lamento de un violín se adueñó del estadio.
De golpe, la megafonía interrumpió la música y comenzó a recitar unas palabras de Miguel Delibes: «Yo creo que mi primera afición deportiva, asumida como pasión, como auténtica pasión desordenada, fue el fútbol. Esto quiere decir que yo fui hincha antes que aficionado. Anteponía al espectáculo el triunfo de mi equipo, el Real Valladolid Deportivo. Y hasta tal punto vivía sus peripecias de corazón que, de muy niño, hacía solemnes promesas al Todopoderoso si el Real Valladolid salía victorioso en Las Gaunas o El Infierniño. En cambio, cuando jugaba en casa, me parecía que bastaban mi aplauso y mis voces de aliento para triunfar y no iba con embajadas al Todopoderoso».
Ayudado por Mejuto González, uno de sus nietos soltó una paloma blanca. El José Zorrilla rugió entre aplausos y los jugadores se dispusieron para hacer rodar el balón, mientras la paloma se desdibujaba en el cielo. Arrancaba un partido que, sin duda, hubiera disfrutado el maestro Delibes.
Una larga carrera de futbolista
Corría el año 1944 cuando Miguel Delibes disputó su último partido como delantero. Entre varios periodistas habían improvisado un once para enfrentarse a los artistas del Circo Feijóo, aprovechando que el espectáculo de los hermanos Tonetti hacía escala en Valladolid.
Aquella tarde del 9 de septiembre, desde la tribuna lo observaba su novia Ángeles, una preciosa mujer de rojo sobre fondo gris. El espigado Delibes saltó al campo decidido a dedicarle un gol, o dos si sonreía la suerte. Siempre había sido un ratón de área habilidoso y fino. Sin embargo, a los pocos minutos, notó el peso de la edad: «En mi primera arrancada, después de driblar al mayor de los Tonetti, me entró un chino malabarista, no recuerdo muy bien dónde me puso la rodilla, me propinó un leve empellón y yo salí por los aires dando volteretas, como proyectado por una ballesta». Apenas dos semanas después, cumpliría los treinta y cinco.
La afición le venía de lejos. Desde pequeño, su padre lo llevaba de morralero al monte, a la playa a nadar o a montar en bicicleta, pero «ni la natación, ni la bicicleta, ni la caza tiraron de mí con la fuerza con que lo hizo el fútbol a los ocho años». La pelota, desde entonces, se convirtió en su primera pasión desordenada: «El fútbol, para mí, estaba en todas partes, lo impregnaba todo, era casi como un Dios: una presencia constante». Junto a sus hermanos recitaba cualquier alineación, memorizaba resultados, nombres de estadios, pichichis y zamoras, clasificaciones de otras temporadas. En el colegio de Lourdes, incluso ideó la Ley Delibes: «El equipo que después de perder en casa visita a otro que viene de ganar fuera, si no se alza con el triunfo sumará al menos uno de los dos puntos en litigio».
Muchos años después, convertido en reputado cronista deportivo de El Norte de Castilla, «al hacer los pronósticos del sábado, mencionaba la Ley Delibes como un físico mencionaría a Newton al hablar de la gravitación universal». Tras toda una carrera como novelista, en 1982, con motivo del Mundial de Naranjito, publicó muchos de sus artículos futboleros bajo el título El otro fútbol. Entre sus recuerdos imborrables, las palizas que les endosaban los huérfanos del colegio Santiago en la infancia: «Aquellos mozos practicaban un fútbol precursor, hecho de inteligencia y sobreentendidos, apoyados en una velocidad de diablos, una entereza de atletas y un finísimo toque de balón».
Mozos, balones coriáceos, alpargatas y campos de tierra compusieron su memoria del otro fútbol, ese que lo acompañó toda su vida. A pesar del contratiempo con el chino malabarista del Circo Feijóo, Delibes no se retiró. Decidió que había llegado el momento de buscar un sitio más tranquilo dentro de la pradera, y lo encontró en la portería. Hasta los cuarenta y cinco, se mantuvo bajo la alargada sombra del larguero defendiendo el arco del Sedano F.C. En esa aldea burgalesa compuso sus mejores novelas y, en sus ratos libres, disfrutó de sus últimas paradas. En 1965, una foto inmortalizó al equipo con el que jugó uno de sus últimos partidos, un clásico choque de casados contra solteros.
De esa experiencia de más de tres décadas, nació el texto Una larga carrera de futbolista. Sin duda lo fue, pero no tanto como la de hincha.
Pasión blanquivioleta en las gradas
Miguel Delibes ya hizo lo que Nick Hornby, décadas antes de que el novelista inglés pusiera de moda las fiebres que pululaban por las gradas de Highbury. El año en que la bolsa neoyorkina quebraba, Delibes convenció a su padre para que le hiciera socio del recién creado Real Valladolid Deportivo. A cambio de la paga, se costeó los seis reales de la cuota anual, y así, en 1929 arrancó la relación entre un club y un escritor que, durante un lustro, mantuvo viva la llama acudiendo sin falta a su cita en el estadio.
En aquel entonces, al Campo de la Sociedad Taurina. Debido a una reestructuración deportiva, el Real Valladolid quedó encuadrado en Tercera División, detalle que no achantó a Delibes. Siempre sería un hombre de fidelidades y su corazón se había teñido, para siempre, de blanquivioleta. En 1931, se le aceleró como nunca al recibir a los jugadores como héroes tras eliminar al Atlético Madrid de la Copa del Rey. Dos años después, vibró con el ascenso a Segunda y, tras la guerra, se le hinchó de orgullo en la inauguración del Estadio Municipal. Mientras se sacaba el carné de periodista en Madrid, en 1942, sintió que le dejaba de latir con el gol de volea de Ildefonso Sañudo, en el Metropolitano, que les dio el pase a semifinales de la Copa del Generalísimo.
Ya no era un niño aunque muchas tardes de domingo, en el estadio, lo pareciera. En 1943, vivió una gran decepción al quedarse a las puertas del ascenso a Primera. De aquella temporada, siempre recordaría la lesión de Eduardo Chillida en el viejo Zorrilla, al igual que tampoco olvidaría el descenso a Tercera de la siguiente campaña. Y cómo no recordar la de 1948, con Helenio Herrera dirigiendo el banquillo en el anhelado regreso a Primera. O la fatídica noche del 29 de agosto del 49 cuando, en Villafría, el autobús del club fue arrollado por un tren en un paso a nivel. Aquel accidente revolucionó al equipo, llevándolo hasta la final de Copa.
Al mismo tiempo, su carrera literaria despegaba imparable con el Premio Nadal de La sombra del ciprés es alargada. Durante dos décadas, libros y goles lo acompañaron en los sucesivos ascensos y descensos del Real Valladolid, aunque bajar a Segunda, en su opinión, no necesariamente era mal resultado: «Ha bastado que el equipo descienda de categoría para que las altas de socios de multipliquen y el público se haga más nutrido, apasionado y tumultuoso. […] Los espectadores de un Valladolid de Segunda División ven la posibilidad de que su equipo sea el primero. Prefieren verle de cabeza de ratón que de cola de león».
Fiel parroquiano del José Zorrilla, en 1978, decidió no volver. El club, esa temporada, levantó las vallas metálicas que separaban el césped de la grada y Delibes nunca llevó bien lo de sentirse enjaulado. Pero no dejó de ver fútbol: cambió su localidad por el mullido sofá de casa, los gritos del campo por la retransmisión del locutor y el verde del césped por el de la pantalla. «El par de veces que me he acercado después a un estadio no me enterado de nada:», escribió, «en la pradera hay demasiada gente, se mueven todos a la vez, los goles me pillan de sorpresa y cuando espero la repetición y ésta no llega, me pongo de mal humor».
Todas aquellas temporadas le sirvieron para ser un espectador de lujo del cambio más radical: el fútbol perdía su romanticismo convirtiéndose en espectáculo de masas.
Los secretos del otro fútbol
Si Delibes viera la diferencia de puntos que habitualmente separa en la clasificación a Real Madrid y FC Barcelona del resto, apagaría la televisión y abriría un libro. A cualquier trama literaria le sacaría más miga.
Ya olía el desenlace de la historia cuando escribió el artículo La Liga que agoniza a principios de los 70: «Los efectos del profesionalismo desmesurado empezamos a acusarlos ahora en toda su virulencia. En cada país el campeonato de Liga se dirime prácticamente entre cuatro clubs; los demás bastante tienen con eludir el descenso». Con el paso de las páginas las desigualdades se fueron acrecentando y, tras el capítulo del Mundial de España, Delibes se dio cuenta de que también cambiaba algo más profundo en el texto. El tema principal gravitaba alrededor de la palabra más vieja y a la vez más importante: «Hoy, antes que jugar más, se procura que el contrincante juegue menos. Interesa, más que jugar, no dejar jugar, destruir que crear».
Lamentó que este nuevo fútbol priorizase la fuerza sobre la agilidad. El músculo sobre la magia. Delibes conocía la receta: «En el fútbol moderno, deben correr los dos». Y también dónde y cómo cocinarla: «El centro del campo, lugar donde se cuecen los éxitos y los fracasos, no será nunca nuestro si el rival de turno nos gana en fuerza y en velocidad, que es tanto como decir en entereza y sentido de anticipación. […] No se trata tanto de esperar a que el compañero se desmarque —esto es ya, también, un concepto anticuado— como de desmarcar la pelota, de remitirla al espacio vacío donde el compañero, a base de velocidad —siempre la velocidad y la fuerza—, puede anteponerse a su contrario. Éste es el secreto a voces del otro fútbol».
En Campeón de taquillas criticó a los jugadores que iban de divos. O al Real Madrid de la tercera Copa de Europa por no apostar por la cantera y gastarse millones en fichajes extranjeros. A muchos los caricaturizó en El Norte de Castilla con los monos futbolísticos, dibujos a plumilla cuya estatura dependía de cómo jugasen aquella jornada. Había comenzado firmando como MAX sus primeros artículos y terminó dirigiendo el periódico. Más de una decena de novelas, cuentos, ensayos.
Solía contar que había recibido muchas más cartas de lectores a raíz de la publicación de El otro fútbol que por cualquiera de sus laureadas novelas. Leyéndolas, entendió que el fútbol no solo representaba una válvula de escape de la dictadura: «El fútbol siempre fue válvula de escape contra el jefe, contra la tiranía de la oficina, contra el superior. Y esto en las dictaduras y las democracias. Y hoy es menos válvula de escape porque el fútbol está en decadencia como espectáculo. Para ello, han influido la profesionalización excesiva, las verjas que separan al espectador y al futbolista, y, sobre todo, este fútbol defensivo que mata la gracia del otro fútbol que eran los goles».
https://www.panenka.org/miradas/la-pasion-mas-desordenada-de-miguel-delibes/amp/
A Miguel Delibes siempre le apasionó más el espectáculo de antaño que el juego profesionalizado actual
El 12 de marzo de 2010, la megafonía del José Zorrilla anunció: «Antes de comenzar el partido se guardará un minuto de silencio en memoria del maestro Miguel Delibes». Cuando la voz metálica acabó el anuncio, los futbolistas se colocaron a ambos lados del círculo central. El Valladolid lucía su habitual vestimenta a rayas blancas y violetas, y el Madrid, aquella tarde, había saltado al campo de negro como rindiendo homenaje, de riguroso luto, al maestro. No hubo necesidad de que Mejuto González pitase para que los aficionados guardasen silencio. Enmudecieron las miles de almas que abarrotaban los graderíos y el lamento de un violín se adueñó del estadio.
De golpe, la megafonía interrumpió la música y comenzó a recitar unas palabras de Miguel Delibes: «Yo creo que mi primera afición deportiva, asumida como pasión, como auténtica pasión desordenada, fue el fútbol. Esto quiere decir que yo fui hincha antes que aficionado. Anteponía al espectáculo el triunfo de mi equipo, el Real Valladolid Deportivo. Y hasta tal punto vivía sus peripecias de corazón que, de muy niño, hacía solemnes promesas al Todopoderoso si el Real Valladolid salía victorioso en Las Gaunas o El Infierniño. En cambio, cuando jugaba en casa, me parecía que bastaban mi aplauso y mis voces de aliento para triunfar y no iba con embajadas al Todopoderoso».
Ayudado por Mejuto González, uno de sus nietos soltó una paloma blanca. El José Zorrilla rugió entre aplausos y los jugadores se dispusieron para hacer rodar el balón, mientras la paloma se desdibujaba en el cielo. Arrancaba un partido que, sin duda, hubiera disfrutado el maestro Delibes.
Una larga carrera de futbolista
Corría el año 1944 cuando Miguel Delibes disputó su último partido como delantero. Entre varios periodistas habían improvisado un once para enfrentarse a los artistas del Circo Feijóo, aprovechando que el espectáculo de los hermanos Tonetti hacía escala en Valladolid.
Aquella tarde del 9 de septiembre, desde la tribuna lo observaba su novia Ángeles, una preciosa mujer de rojo sobre fondo gris. El espigado Delibes saltó al campo decidido a dedicarle un gol, o dos si sonreía la suerte. Siempre había sido un ratón de área habilidoso y fino. Sin embargo, a los pocos minutos, notó el peso de la edad: «En mi primera arrancada, después de driblar al mayor de los Tonetti, me entró un chino malabarista, no recuerdo muy bien dónde me puso la rodilla, me propinó un leve empellón y yo salí por los aires dando volteretas, como proyectado por una ballesta». Apenas dos semanas después, cumpliría los treinta y cinco.
La afición le venía de lejos. Desde pequeño, su padre lo llevaba de morralero al monte, a la playa a nadar o a montar en bicicleta, pero «ni la natación, ni la bicicleta, ni la caza tiraron de mí con la fuerza con que lo hizo el fútbol a los ocho años». La pelota, desde entonces, se convirtió en su primera pasión desordenada: «El fútbol, para mí, estaba en todas partes, lo impregnaba todo, era casi como un Dios: una presencia constante». Junto a sus hermanos recitaba cualquier alineación, memorizaba resultados, nombres de estadios, pichichis y zamoras, clasificaciones de otras temporadas. En el colegio de Lourdes, incluso ideó la Ley Delibes: «El equipo que después de perder en casa visita a otro que viene de ganar fuera, si no se alza con el triunfo sumará al menos uno de los dos puntos en litigio».
Muchos años después, convertido en reputado cronista deportivo de El Norte de Castilla, «al hacer los pronósticos del sábado, mencionaba la Ley Delibes como un físico mencionaría a Newton al hablar de la gravitación universal». Tras toda una carrera como novelista, en 1982, con motivo del Mundial de Naranjito, publicó muchos de sus artículos futboleros bajo el título El otro fútbol. Entre sus recuerdos imborrables, las palizas que les endosaban los huérfanos del colegio Santiago en la infancia: «Aquellos mozos practicaban un fútbol precursor, hecho de inteligencia y sobreentendidos, apoyados en una velocidad de diablos, una entereza de atletas y un finísimo toque de balón».
Mozos, balones coriáceos, alpargatas y campos de tierra compusieron su memoria del otro fútbol, ese que lo acompañó toda su vida. A pesar del contratiempo con el chino malabarista del Circo Feijóo, Delibes no se retiró. Decidió que había llegado el momento de buscar un sitio más tranquilo dentro de la pradera, y lo encontró en la portería. Hasta los cuarenta y cinco, se mantuvo bajo la alargada sombra del larguero defendiendo el arco del Sedano F.C. En esa aldea burgalesa compuso sus mejores novelas y, en sus ratos libres, disfrutó de sus últimas paradas. En 1965, una foto inmortalizó al equipo con el que jugó uno de sus últimos partidos, un clásico choque de casados contra solteros.
De esa experiencia de más de tres décadas, nació el texto Una larga carrera de futbolista. Sin duda lo fue, pero no tanto como la de hincha.
Pasión blanquivioleta en las gradas
Miguel Delibes ya hizo lo que Nick Hornby, décadas antes de que el novelista inglés pusiera de moda las fiebres que pululaban por las gradas de Highbury. El año en que la bolsa neoyorkina quebraba, Delibes convenció a su padre para que le hiciera socio del recién creado Real Valladolid Deportivo. A cambio de la paga, se costeó los seis reales de la cuota anual, y así, en 1929 arrancó la relación entre un club y un escritor que, durante un lustro, mantuvo viva la llama acudiendo sin falta a su cita en el estadio.
En aquel entonces, al Campo de la Sociedad Taurina. Debido a una reestructuración deportiva, el Real Valladolid quedó encuadrado en Tercera División, detalle que no achantó a Delibes. Siempre sería un hombre de fidelidades y su corazón se había teñido, para siempre, de blanquivioleta. En 1931, se le aceleró como nunca al recibir a los jugadores como héroes tras eliminar al Atlético Madrid de la Copa del Rey. Dos años después, vibró con el ascenso a Segunda y, tras la guerra, se le hinchó de orgullo en la inauguración del Estadio Municipal. Mientras se sacaba el carné de periodista en Madrid, en 1942, sintió que le dejaba de latir con el gol de volea de Ildefonso Sañudo, en el Metropolitano, que les dio el pase a semifinales de la Copa del Generalísimo.
Ya no era un niño aunque muchas tardes de domingo, en el estadio, lo pareciera. En 1943, vivió una gran decepción al quedarse a las puertas del ascenso a Primera. De aquella temporada, siempre recordaría la lesión de Eduardo Chillida en el viejo Zorrilla, al igual que tampoco olvidaría el descenso a Tercera de la siguiente campaña. Y cómo no recordar la de 1948, con Helenio Herrera dirigiendo el banquillo en el anhelado regreso a Primera. O la fatídica noche del 29 de agosto del 49 cuando, en Villafría, el autobús del club fue arrollado por un tren en un paso a nivel. Aquel accidente revolucionó al equipo, llevándolo hasta la final de Copa.
Al mismo tiempo, su carrera literaria despegaba imparable con el Premio Nadal de La sombra del ciprés es alargada. Durante dos décadas, libros y goles lo acompañaron en los sucesivos ascensos y descensos del Real Valladolid, aunque bajar a Segunda, en su opinión, no necesariamente era mal resultado: «Ha bastado que el equipo descienda de categoría para que las altas de socios de multipliquen y el público se haga más nutrido, apasionado y tumultuoso. […] Los espectadores de un Valladolid de Segunda División ven la posibilidad de que su equipo sea el primero. Prefieren verle de cabeza de ratón que de cola de león».
Fiel parroquiano del José Zorrilla, en 1978, decidió no volver. El club, esa temporada, levantó las vallas metálicas que separaban el césped de la grada y Delibes nunca llevó bien lo de sentirse enjaulado. Pero no dejó de ver fútbol: cambió su localidad por el mullido sofá de casa, los gritos del campo por la retransmisión del locutor y el verde del césped por el de la pantalla. «El par de veces que me he acercado después a un estadio no me enterado de nada:», escribió, «en la pradera hay demasiada gente, se mueven todos a la vez, los goles me pillan de sorpresa y cuando espero la repetición y ésta no llega, me pongo de mal humor».
Todas aquellas temporadas le sirvieron para ser un espectador de lujo del cambio más radical: el fútbol perdía su romanticismo convirtiéndose en espectáculo de masas.
Los secretos del otro fútbol
Si Delibes viera la diferencia de puntos que habitualmente separa en la clasificación a Real Madrid y FC Barcelona del resto, apagaría la televisión y abriría un libro. A cualquier trama literaria le sacaría más miga.
Ya olía el desenlace de la historia cuando escribió el artículo La Liga que agoniza a principios de los 70: «Los efectos del profesionalismo desmesurado empezamos a acusarlos ahora en toda su virulencia. En cada país el campeonato de Liga se dirime prácticamente entre cuatro clubs; los demás bastante tienen con eludir el descenso». Con el paso de las páginas las desigualdades se fueron acrecentando y, tras el capítulo del Mundial de España, Delibes se dio cuenta de que también cambiaba algo más profundo en el texto. El tema principal gravitaba alrededor de la palabra más vieja y a la vez más importante: «Hoy, antes que jugar más, se procura que el contrincante juegue menos. Interesa, más que jugar, no dejar jugar, destruir que crear».
Lamentó que este nuevo fútbol priorizase la fuerza sobre la agilidad. El músculo sobre la magia. Delibes conocía la receta: «En el fútbol moderno, deben correr los dos». Y también dónde y cómo cocinarla: «El centro del campo, lugar donde se cuecen los éxitos y los fracasos, no será nunca nuestro si el rival de turno nos gana en fuerza y en velocidad, que es tanto como decir en entereza y sentido de anticipación. […] No se trata tanto de esperar a que el compañero se desmarque —esto es ya, también, un concepto anticuado— como de desmarcar la pelota, de remitirla al espacio vacío donde el compañero, a base de velocidad —siempre la velocidad y la fuerza—, puede anteponerse a su contrario. Éste es el secreto a voces del otro fútbol».
En Campeón de taquillas criticó a los jugadores que iban de divos. O al Real Madrid de la tercera Copa de Europa por no apostar por la cantera y gastarse millones en fichajes extranjeros. A muchos los caricaturizó en El Norte de Castilla con los monos futbolísticos, dibujos a plumilla cuya estatura dependía de cómo jugasen aquella jornada. Había comenzado firmando como MAX sus primeros artículos y terminó dirigiendo el periódico. Más de una decena de novelas, cuentos, ensayos.
Solía contar que había recibido muchas más cartas de lectores a raíz de la publicación de El otro fútbol que por cualquiera de sus laureadas novelas. Leyéndolas, entendió que el fútbol no solo representaba una válvula de escape de la dictadura: «El fútbol siempre fue válvula de escape contra el jefe, contra la tiranía de la oficina, contra el superior. Y esto en las dictaduras y las democracias. Y hoy es menos válvula de escape porque el fútbol está en decadencia como espectáculo. Para ello, han influido la profesionalización excesiva, las verjas que separan al espectador y al futbolista, y, sobre todo, este fútbol defensivo que mata la gracia del otro fútbol que eran los goles».
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