Llevo unos 35 años siguiendo, sintiendo, al Real Valladolid. O sea, desde que tengo uso de razón. Jamás había vivido una situación tan complicada, tan cercana a la muerte clínica y jamás había estado tan angustiado. El Club es un verdadero despropósito y un fiel reflejo de la falta de ambición y del acomodamiento de la ciudad, de su quiero y no puedo, de su mucho aparentar y de su poco ser. Desde las estrategias empresariales hasta un sector importante de la afición que no es capaz de descifrar el ámbito deportivo y social en el que se puede encuadrar un club como el nuestro, pasando por los palos de ciego de la Presidencia, por la escasez de recursos de la Dirección Deportiva, por la laxitud de una plantilla endeble y por la cobardía de un Cuerpo Técnico que se ceba en el débil. Parafraseando al tópico, incluso jugando como nunca, perdemos como siempre (¿espejismo en medio del páramo de enero?). Somos el Real Valladolid de los matrimonios que pasean los domingos por la calle Santiago mirando escaparates de oficinas bancarias. Y esta dinámica hay que romperla en el único lugar donde se puede a estas alturas, en el verde. En mi opinión sólo cabe declarar el estado de excepción, como en su día hizo Clemente, dejando de lado ornamentos, trabajando con lo que hay y construyendo desde los cimientos.
Yo tengo esperanzas, aunque me llamen ingenuo. Y las tengo porque no concibo la pasión como una condición pesimista de la que desentenderse cuando las cosas van mal, porque no entiendo el deporte y la competición como resignación, porque cuando voy a Zorrilla voy a ver a mi equipo. Tengo esperanzas en una plantilla que no va a bajar los brazos, en que Juanito (el que tuvo, retuvo) vuelva a ser un central fiable, en la profesionalidad de Nafti -aunque sea lo único que le quede-, en la ilusión de Ferreira, en la vuelta de Javi Guerra tras un sábado interminable. ¿Alguien se imagina los mejores momentos de hoy, esos 15-20 minutos en los que -aun asumiendo riesgos- llegamos a parecer un equipo, con Quique, Guerra y Ferreira en el área rival? ¿No hubiéramos tenido más cerca el tercero nuestro que el tercero suyo?
Lo reconozco y lo asumo, estoy lleno de rabia. Rabia por ver cómo personalizamos las derrotas, por cómo buscamos chivos expiatorios -desde Jacobo hasta Rubio, pasando por Arzo y Sisi), por la ausencia de vértigo que se adivina en algunos ojos sonrientes de ver tan de cerca el peligro, por la a duras penas reprimida respiración entrecortada de algunos egos cercanos al clímax, por el odio hacia nuestros colores de tanto niño enfurruñado al descubrir que probablemente nunca seremos el City y porque tampoco quiero que jamás seamos el Ciudad, porque no tengo otro equipo que amortigüe los golpes, porque el Real Valladolid es mucho más que sus accionistas, que su presidente, que su entrenador, que su plantilla.
Ojalá salgamos. Y cuando lo hagamos, no saldaremos cuentas. Los que queremos a la criatura jamás la utilizaremos: la alegría nos llenará tanto que el rencor no tendrá sitio. Ahora, a por el Decano, estén los que estén y sean los que sean en el pasto y en los despachos, con humildad y con ilusión. Y si las cosas tampoco salen en Huelva, a joderle otra vez al Betis. Debemos y podemos, no queda otra.
Yo tengo esperanzas, aunque me llamen ingenuo. Y las tengo porque no concibo la pasión como una condición pesimista de la que desentenderse cuando las cosas van mal, porque no entiendo el deporte y la competición como resignación, porque cuando voy a Zorrilla voy a ver a mi equipo. Tengo esperanzas en una plantilla que no va a bajar los brazos, en que Juanito (el que tuvo, retuvo) vuelva a ser un central fiable, en la profesionalidad de Nafti -aunque sea lo único que le quede-, en la ilusión de Ferreira, en la vuelta de Javi Guerra tras un sábado interminable. ¿Alguien se imagina los mejores momentos de hoy, esos 15-20 minutos en los que -aun asumiendo riesgos- llegamos a parecer un equipo, con Quique, Guerra y Ferreira en el área rival? ¿No hubiéramos tenido más cerca el tercero nuestro que el tercero suyo?
Lo reconozco y lo asumo, estoy lleno de rabia. Rabia por ver cómo personalizamos las derrotas, por cómo buscamos chivos expiatorios -desde Jacobo hasta Rubio, pasando por Arzo y Sisi), por la ausencia de vértigo que se adivina en algunos ojos sonrientes de ver tan de cerca el peligro, por la a duras penas reprimida respiración entrecortada de algunos egos cercanos al clímax, por el odio hacia nuestros colores de tanto niño enfurruñado al descubrir que probablemente nunca seremos el City y porque tampoco quiero que jamás seamos el Ciudad, porque no tengo otro equipo que amortigüe los golpes, porque el Real Valladolid es mucho más que sus accionistas, que su presidente, que su entrenador, que su plantilla.
Ojalá salgamos. Y cuando lo hagamos, no saldaremos cuentas. Los que queremos a la criatura jamás la utilizaremos: la alegría nos llenará tanto que el rencor no tendrá sitio. Ahora, a por el Decano, estén los que estén y sean los que sean en el pasto y en los despachos, con humildad y con ilusión. Y si las cosas tampoco salen en Huelva, a joderle otra vez al Betis. Debemos y podemos, no queda otra.