01 marzo 2013
Por Mario Ornat
Super 15: tres minutos de rugby asombroso en el Hemisferio Sur
Si en día de partido uno se levanta de la cama con el cuerpo perezoso y la cabeza espesa, así como con ganas de arrastrar los pies y apolillarse directo en el sofá, conviene mojar las galletas en el café mientras se ve un partido del Super 15. Es un tratamiento de choque en toda regla. Luego sólo hará falta ya dejarse llevar. Si el partido es el correcto (preferiblemente de la conferencia neozelandesa) está casi asegurado que en media hora el despojo humano que ha surgido del catre habrá quedado mentalmente convertido en un toro mecánico, dispuesto para la excelencia física (que no posee) y con un talante mucho más animoso; capaz de acometer de inmediato un partido, una reunión de trabajo, la temida visita al Ikea con la chica o uno de esos entrenamientos de control del estado físico con el que tanto les gusta sorprendernos a los entrenadores. Quién no ha llegado del trabajo de un día entero al entrenamiento, una de esas noches de otoño de principio de semana, y se ha encontrado con el simpático muchacho, cronómetro colgado del cuello y la tabla con casillas para rellenar de nombres y tiempos. Mientras, con gesto ufano, anuncia: "Chicos, a ver cómo andamos de físico: hoy vamos a hacer un test de Cooper". O, peor aún, el Course-Navette, con sus demoledores pitiditos en frecuencia creciente. Si algo así ocurre (y acostumbra a suceder), más vale haber tomado antes un partido del Super 15 y no un bocadillo de lomo con queso y pimientos, como solía hacer un segunda de tranco contenido que conocí yo. En ambos casos puedes reventar, pero de forma distinta. Viendo cosas así, como ésta que viene abajo, el subidón de adrenalina se dispara a límites peligrosos. Conviene no confundir las cosas. La exuberancia física de esos muchachos de allá abajo también es rugby, sí, pero de otro modo. No hay que intentar hacerlo en casa ni en el próximo entrenamiento de tu equipo de regional. Conforme apagas la tele, comienza la realidad.
La otra mañana me levanté sin muchas ganas de nada y se me ocurrió mirar el encuentro de los Highlanders (a los que hace días acogí como mi equipo del Super 15 por el arbitrario motivo de su inspiración caledonia) con los Chiefs, a la sazón el defensor del título. Yo lo recomiendo a cualquiera porque es una diversión sin final. Nunca hemos sabido qué pensar realmente de esa versión del juego que reina en el Super 15, donde uno fácilmente se despista tratando de identificar las conexiones con el rugby 15 tal y como lo conocemos en el Hemisferio Norte. Sin patadas especulativas y con una touche cada cuarto de hora o 20 minutos como mucho (es exagerado, pero ya sabéis a lo que me refiero), parece que nos falta algo. El partido merece mucho la pena. Dentro de la apariencia de locura ofensiva desatada (precisamente ahora en brutal contraste con un Seis Naciones en el que la contención está alcanzando la categoría de arte de la guerra), uno percibe no sólo la excelencia física, sino la maravillosa técnica de juego: en el ataque de los intervalos, los cambios de ritmo, el juego con el cuerpo, las descargas, la presentación y reciclaje de la pelota, la tensión de los pases, la organización ofensiva y defensiva... Hay en el primer tramo del encuentro dos ensayos tremendos, uno del zaguero de los Highlanders, el All Black Ben Smith, que captura a un centímetro del suelo un pase de globe-trotter de su apertura Sapoanga; y otro del segundo centro de los Chiefs, Nanai-Williams, un avión a reacción. Ya hacia el final, ocurre este episodio, que no se sabe dónde empieza ni dónde termina. Una auténtica demencia en marcha, exhibición de rugby protéico, casi inconcebible. Para qué nos vamos a engañar: la pesadilla de cualquier primera línea pasado de peso y corto de forma. Dan ganas de pedir un bacon/queso doble y mirar a otro lado...
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