07 diciembre 2012
Por Mario Ornat
El aleteo de una mariposa en Gales desata un ciclón en Vigo
¿Tiende el rugby global hacia un sistema caótico? Esta somera descripción podría admitirse, tal vez, como síntoma. Veamos... El Hemisferio Sur acaba de culminar su temporada con un duelo multiforme frente el Norte, que lleva dos meses y poco en marcha. Si para ver rugby uno pone varios ojos en diferentes latitudes (cosa que hacemos con frecuencia enfermiza), advertirá el mismo deporte -esto que aún llamamos rugby- jugado en diversas áreas del mundo y en el mismo día, pero con regulaciones diversas: así, se mantienen los cuatro tiempos de entrada en la melé en el Sur, mientras ya llevamos meses con sólo tres en el Norte. Sí, los cambios se aplican de forma asimétrica en el tiempo, debido al distinto calendario de competición de ambos hemisferios. Pero hay otras cosas. En los últimos meses hemos visto a los árbitros de televisión asumir atribuciones extendidas más allá de las dudas sobre los ensayos. Pero no en todos los lugares. Esta variación está implementada de forma simultánea por encima de la línea del Ecuador (en la Premiership inglesa) y también por debajo de ella (Currie Cup). Pero no en los Tests de Noviembre, con países de las dos mitades geográficas.
Hablando de noviembre: los tests de este mes se han solapado con ligas nacionales o interregionales, para no violentar aún más las costuras del atribulado calendario. Pero la tensión para ceder jugadores es un problema en crecimiento. Todo esto produce injusticias palpables para el aficionado, parte básica del negocio: por ejemplo, los seguidores de los dos equipos participantes en el gran derbi galés (Ospreys frente a Cardiff) tuvieron que ver una versión disminuida, sin internacionales, porque ese mismo fin de semana Gales jugaba con Australia. Llanelli, en situación equivalente, perdió contra Ulster, que había recuperado ya a su legión internacional, también en la Rabo Pro12. Si en el rugby funcionara el mourinhismo, o hubiera analistas más ruidosos y menos condescendientes, a esta situación se le aplicaría una etiqueta clásica en el deporte del balón redondo: adulteración de las competiciones. Perdón pero, a uno, lo de ligas adúlteras siempre le pareció un sintagma de lo más juguetón. Para no hablar de las lesiones, a puñados, que la creciente exigencia física se cobra casi a diario: Cardiff, por nombrar a uno, pierde este fin de semana en la Heineken Cup, frente a Montpellier, a tres actores principales como Bradley Davies (aún convaleciente del golpazo del All Black Hore), Halfpenny y Jamie Roberts ( lesionados frente a los Wallabies)... Enseguida hablaremos de la tormenta desatada sobre la baldosa geográfica que ocupaban los pilares derechos de Ospreys.
¿Por qué Gales e Inglaterra juegan cuatro tests este otoño y los demás lo dejan en tres? Piense usted mal y acertará. ¿Es cosa de desafíos, de orgullo, de soberbia? No. Es la economía, estúpido. Dizque el dinero. En su columna semanal en The Guardian, Paul Rees ponía el acento hace unos días en las tensiones que el modelo económico del rugby está provocando entre jugadores y seguidores, con los clubes a ambos lados de ese espejo de dos caras. Paul Williams reflexionaba en términos similares en Rugby World. No es sólo Gales. Australia ha jugado en doce meses (que comenzaron apenas sesenta días después de la Copa del Mundo de NZ) un total de 16 tests, el mayor número de su historia. Empezó y acabó la serie con el mismo rival, Gales; pero con apenas cuatro jugadores supervivientes. La plaga de lesiones fue mortal. En ese mismo periodo, Nueva Zelanda ha disputado 14 encuentros internacionales. Ese partido extra que Australia jugó en el Millennium le supuso algo menos de un millón de euros a su Rugby Union. A la de Nueva Zelanda, más o menos el doble. Son sus tarifas de invitado. En noviembre, Inglaterra ha ganado del orden de entre cuatro y cinco millones de euros con sus cuatro partidos en Twickenham; Gales, alrededor de tres. Es dinero que revierte en su rugby regional y sin el cual la estructura de formación, desarrollo y crecimiento del suelo del deporte en ese país no podría ser alimentado. Pero, argumenta Rees, tal vez "poner el dinero por delante acabe volviéndose en su contra". Gales, efectivamente, ha caído al noveno puesto del ránking con su lastimosa campaña otoñal. Y eso lo ha llevado al llamado grupo de la muerte del Mundial de 2015. No es lo peor. Lo peor es la progresiva sensación de que el dinero siempre necesitará más dinero, al coste que sea. Esta semana, Gales ha intentado convencer a Inglaterra de jugar su cruce del Mundial en el Millennium Stadium... ¿Ingenuidad? Seguramente. La respuesta inglesa: No, thanks... Aquí somos muy buenos anfitriones: mejor lo jugamos en Twickenham.
Cada vez más voces piden una revisión del calendario. Conrad Smith, el serpenteante segundo centro de Nueva Zelanda, reconocía hace algunos días: "Dado el calendario del Super 15, ahora mismo no puedo ni pensar en jugar más al rugby por un tiempo". Richie McCaw se va a tomar seis meses sabáticos y regresará para el próximo Rugby Championship. Los equipos australianos deberán adelantar una semana el inicio de la competición, porque en junio llega la gira del 125º aniversario de los Lions. Los tiempos en la élite se acortan con la demanda física del rugby de hoy, ha reconocido también Dan Carter. Hace unos días leímos que cada vez hay más jugadores que se preocupan, aún en activo y con muchos años de hipotética carrera por delante, por armarse un plan de pensiones y garantizar una formación profesional ajena al deporte: el temor a una lesión grave que trunque sin remedio su trayectoria ha crecido de manera exponencial. Un ejecutivo de Ospreys, llamado precisamente Andrew Hore, como el hoy controvertido talonador kiwi, lo dijo claro y alto: "Esta estructura de calendario no funciona. Si ha habido un momento que subrayase la necesidad de establecer una fórmula de temporada global, que proteja todos nuestros activos, es este momento". Un aviso al señor Hore: el fútbol no lo ha logrado y lleva instalado en el profesionalismo desde que la pelota echó a rodar. Virus FIFA, se llama la figura. Nadie propone un antídoto.
Y así es como llegamos al llamado popularmente efecto mariposa; o cómo el aleteo de un lepidóptero en Gales desata un ciclón en Vigo. Lesionado el oso Adam Jones, lesionado su relevo en Gales, Aaron Jarvis, y lesionado también Joe Rees, los Ospreys se quedaron vacíos de pilares. ¿Y qué pasó? Que giraron la vista hacia otro club celta, pero mucho más modesto, y picotearon un fichaje: Campbell Johnstone. El número 3, que llegó a jugar tres partidos con los All Blacks y jugó en grandes como Crusaders o Biarritz, disputó el pasado domingo su último partido con el Blusens en Pepe Rojo y este fin de semana acometerá la Heineken Cup, con la camiseta de Ospreys, contra el Stade Toulousain. Un agujero de tamaño considerable para David Monreal, el entrenador del conjunto gallego. Porque este año, en Vigo, las contrariedades han adquirido una fastidiosa categoría de costumbre: las apreturas iniciales de presupuesto, mitigadas por la entrada como patrocinador de Blusens; las lesiones de Chris McLaren o Cameron Wyper; la rodilla fracturada de Brett Rule, el pateador incorporado este año; el fugaz paso de Andrew Robb, reverso de su palíndromo nominativo, el legendario Rob Andrew; la feliz ausencia de Carlos Blanco, comprometido a jugar en la segunda vuelta, por sus obligaciones con el Seven; el fichaje de Ash Moeke, otro apertura neozelandés cuyo transfer se empeña en no llegar; la incertidumbre de las incorporaciones del pilar tongano Latu Talaki y del centro samoano Isaia Tuifua, que acaba de ser padre... Y, ahora, la salida de Campbell, profesional y honesto hasta el último día, al punto de jugar su último compromiso con el Blusens en Valladolid, el domingo pasado, cuando ya había fichado por Ospreys. Todo aderezado por la trabajosa marcha deportiva de un equipo que, en medio de tantos vaivenes, trata de sobreponerse y darle estructura a su juego: "Por primera vez en muchos meses, en el Blusens se respira optimismo", asegura estos días la web del club gallego. Ojalá que sí. Norm Maxwell, ese All Black que dejó Nueva Zelanda para jugar en Vigo e intentar recuperar el amor por el rugby que el profesionalismo le había arrebatado, nos conquistó a todos y nos hizo un poco del Vigo, con su aparición en aquel legendario Informe Robinson. Simplemente porque aquella era una historia de rugby pequeño y sueños, que es exactamente la materia de la que está hecha la existencia diaria de quienes nos pelamos en campos y partidos en los que nuestro público, siendo generosos, alcanza el centenar de personas. Así que, con el mayor respeto y cariño debidos a todos los demás equipos, uno no puede menos que desearle la mayor de las fortunas a los muchachos del Universidade. No es sólo por reforzar moralmente la debilidad. También por una razón íntima: ese Javier Abadía, el número 7 del Blusens, se crió como quien dice a nuestros pechos en tardes y noches heladas en el Seminario. Y ahora, ahí está: puede decir que lo entrenó un All Black de sabiduría hippie; y que jugó con otro que mañana disputará la HCup. Así que algo de orgullo diferido nos cabe a quienes, entrenando con él hace poquitos años, le aceptábamos con gusto el reto en los ejercicios de uno contra uno: "Ven aquí, abuelico...", nos incitaba. Y ahí íbamos.
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